Domingo Lunes 1. Meditación de la mañana. El Misterio de la Encarnación.
Adaptados de las meditaciones ofrecidas por el Obispo de
Tortosa, D. Enrique Benavent, los días 16 al 21 de Febrero de 2014 en el
Monasterio N.S. de los Ángeles de Jávea, durante los ejercicios espirituales
organizados por la Archidiócesis de Valencia.
Reflexión del
director.
Comenzamos
pidiéndole al Señor la gracia para que nuestro corazón se configure con el de
Jesucristo mediante la contemplación de los misterios de su vida. Éstos son
claves para vivir el ministerio sacerdotal.
El Misterio
de la Encarnación es el misterio de la presencia del Hijo de Dios en nosotros.
En él está incluido todo lo que va a acontecer después y por tanto encierra
toda la obra de salvación de Jesucristo.
Uno de los
acontecimientos centrales es el nacimiento, al que debemos acercarnos siguiendo
a san Ignacio de Loyola, es decir, desde dentro, situándonos como un personaje
más de la escena, fijando la mirada en ese niño que todavía no actúa, no dice
una palabra ni hace nada útil. Sin embargo allí, en Él el Hijo de Dios está entre
nosotros, compartiendo nuestra vida. Este Niño es el gran regalo de Dios, pues
“tanto amó Dios al mundo que le envió a su Hijo único” (Jn 3,16). De este modo
al contemplar el pesebre se nos invita a valorar el misterio de la persona del
Señor, descubriendo allí el fundamento de nuestra vida sacerdotal: Hemos
conocido al Señor.
Este estar
con Él lo descubrimos en Mc 3,13ss, cuando Jesús instituye a los Doce, llamando
a los que quiso para que estuvieran con Él y enviarlos a predicar. Lo primero
fue estar con Él, llegar a conocerle, entrar con gracia en el misterio de su
persona. Así el ministerio sacerdotal es principalmente conocer a Cristo, pero,
¿de verdad lo conocemos?
Conocerle no
significa saber muchas cosas de Él. Así en Mc 6,1ss y su paralelo Mt 13,53-58
descubrimos como sus paisanos lo sabían todo de él, quienes eran sus parientes,
cual era su oficio; y sin embargo no lo
conocían, no habían entrado en el misterio de su persona. A Felipe también le
tiene que reprochar Jesús, después de tres años de caminar con Él, no le
conozca (cf. Jn 14, 8-9). Lo mismo nos ocurre a nosotros. A veces podemos
limitarnos a saber cosas de Cristo, pero sin entrar en amistad con Él.
Es la
encarnación la que nos ayuda a experimentar quien es Él, pues ella es el
comienzo del Reino de Dios, la primera semilla del Reino en este mundo, un
comienzo que no es espectacular, porque aparentemente no sucede nada. El mundo
parece que no ha cambiado y sin embargo todo ha cambiado, porque se ha abierto
un horizonte de esperanza, ha transfigurado el horizonte de la vida de todos
los hombres, aportando un rayo de luz.
Con ello nos
muestra como Jesús no vive desde el criterio de eficacia, pues nació en una
región apartada y a penas predicó el Reino durante unos pocos años, pero hizo
lo más importante, lo sembró en nuestro mundo. Ésta es una gran enseñanza para
nuestro ministerio sacerdotal, tan amenazado por el desaliento ante la falta de
resultados. Nuestra tarea no es recoger frutos, sino sembrar el Reino de Dios,
porque no estamos en tiempo de siega, sino de siembra. No se trata por tanto de
preguntarnos ¿qué he logrado?, sino ¿cómo he sembrado el Reino de Dios?. Al
final de la jornada se han acercado a nosotros todo tipo de personas y por eso
debemos preguntarnos si hemos sembrado el Reino de Dios en su corazón o más
bien hemos sido un obstáculo. No olvidemos: lo nuestro es sembrar.
Pero nos
ocurre como a los apóstoles, somos impacientes. Queremos juzgar la validez de
nuestro trabajo por la eficacia y cuando no hay frutos sucumbimos a la
tentación del desencanto. La presencia de un sacerdote que hace de su vida
signo del Reino de Dios en el mundo, con su palabra, vida, oración, existencia
a veces callada y poco valorada, es la semilla del Reino de Dios en nuestro
mundo. Ésta nunca es inútil, si la vivimos con sencillez, humildad y
autenticidad.
La presencia
del Hijo de Dios en Belén es la de un recién nacido, un ser donde todo es
auténtico y limpio, sin intereses. Así Él nos invita a recordar el momento de
nuestra vida en que le dijimos que queríamos seguirle, ese momento de auténtica
limpieza y entrega generosa donde todo era claridad, verdad y sinceridad.
Pero también
tenemos la experiencia de que en algún momento de la vida sacerdotal podemos
dejar de ser niños, perdiendo la sencillez, la infancia y la inocencia,
apareciendo los intereses, las aspiraciones. Ante esta experiencia debemos
volver a vivir con autenticidad nuestro ministerio, libre de deseos y
aspiraciones humanas. Con el mismo realismo de san Agustín, quien afirmó que no
hay ningún pecado que haya cometido un hombre que nosotros no podamos cometer y
con la claridad de san Ignacio de Loyola quien al inicio de los ejercicios
espirituales invitaba a servir al Señor y nos advertía del peligro de convertir
los medios en fin. Así pensamos “si me dan esa parroquia, ese cargo, serviré
mejor al Señor”. Con ello perdemos la autenticidad en la vida sacerdotal,
porque lo único que un sacerdote debe desear es entregarse al Señor. Los medios
ya los indicará Él.
Por tanto
aprovechemos este tiempo de oración para recuperar lo más original de nuestra
vida sacerdotal , el origen de nuestra vocación.
Ejercicio.
Experiencia:
Busca un Niño Jesús, el de la
Primera Comunión, por ejemplo, abrázalo, siéntelo, funde tus ojos de carne con
los de cristal.
Reflexión:
Toma la biblia en tus manos y lee el
nacimiento y presentación de Jesús (Lc 2,1-40). Pídele al Espíritu Santo que te
ayude a entrar en la escena. Sitúate en ella, como un pastor que se acerca al
pesebre, mira a Jesús, a María y a José, los pastores, los ángeles, siente el
frío de la noche, el calor de la hoguera que ha encendido el bueno de José. Hay
silencio, el mismo que en la habitación de un niño recién nacido, pero un
silencio que llena e ilumina la escena.
Piensa en estas palabras y
responde:
Como consiliario: ¿qué significa para mí
haber conocido a Cristo?, ¿por qué me preocupo más, por saber cosas de Cristo
mediante la lectura o por conocerle
dedicando tiempo a la oración?, ¿valoro mi presencia como consiliario en las reuniones,
actividades, encuentros o campamentos, aunque no haga nada, pero siendo signo
de la presencia sacerdotal en el centro junior?, ¿acepto con serenidad que
frente a otros tiempos donde los consiliarios contaban con muchos niños y
educadores, respondiendo masivamente a todas las celebraciones, ahora son años
de sembrar, muchas veces calladamente, otras con palabras acompañadas de gran
amor hacia ellos?, ¿cuáles son o han sido mis impaciencias, desencantos y
desengaños como consiliario de mi centro?, ¿en algún momento he buscado en el
centro junior ser “el que manda, tiene todo el poder y la última palabra” o el
que sirve como Cristo?
Como educador: el Misterio de la Encarnación es el misterio
de la presencia de Dios en medio de nosotros, ¿soy consciente de lo que
significa este acontecimiento? ¿en qué cambia mi percepción de la vida sabiendo
que el Hijo de Dios está en nosotros?; no se trata sólo de saber sino de
conocer, sin embargo muchas veces los educadores nos preocupamos más por saber
mucho sobre dinámicas de grupo, juegos, oraciones, gestión de centros juniors y
de campamentos,… dando poca importancia al estar con Jesucristo, en silencio,
meditando un texto del Evangelio, así pues, ¿cuánto tiempo dedicáis en el
Centro Junior a organizar y cuánto realmente a orar?; ser educador es sembrar a
Cristo en los corazones de los niños, pero, ¿acojo la semilla y la siembro con
mi forma de vivir auténticamente evangélica, mis gestos y palabras?; es tiempo
de sembrar, no de cosechar, ¿cómo asumo las frustraciones humanas cuando
después de un curso entregándome a los niños ellos no vienen al campamento o
incluso si me ven por la calle apenas me saludan?; tenemos el peligro de ser
educadores caprichosos o carreristas, ¿busco que me den el grupo que más
gratificaciones afectivas me muestran o aquel que considera el equipo de
educadores?, ¿aspiro a cargos en el centro y me frustro si no tengo un cargo en
él?
Compromiso:
Vuelvo a
tomar el Niño Jesús, mirándolo a Él, respiro profundamente y me propongo
entregarme totalmente al Centro Junior sin esperar ninguna recompensa humana.
Rezo el salmo
130.
Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad;
2sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre.
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad;
2sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre.
3Espere Israel en el Señor
ahora y por siempre.
ahora y por siempre.
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